Las reflexiones de José Bergamín que explican la tauromaquia de Morante (I).

 

    
Morante. Torero (Foto: Arjona).



    La tauromaquia, ese arte sublime y complejo, ha sido descrita de infinitas maneras a lo largo de los siglos, desde el más profundo (o piadoso) de los respetos, hasta la crítica más severa. Pocas personas como José Bergamín han logrado adentrarse en los misterios de este arte con la intensidad de un observador que no solo lo contempla, sino que lo entiende en sus más ocultas dimensiones. Bergamín, en su obra El arte de birlibirloque, no se limita a hablar de la tauromaquia como mera disciplina, sino que desvela la trascendencia que encierra, sus secretos ocultos y su capacidad de convertir lo efímero en eterno. Su mirada penetrante y su capacidad para reflejar la belleza profunda de este ritual se funden con una pasión visceral que nos invita a entender la tauromaquia no solo como un espectáculo, sino como una forma de arte que trasciende los límites del tiempo y el espacio.

    Y entre los toreros que encarnan con mayor perfección esta dimensión mística y casi filosófica del toreo, destaca Morante de la Puebla. Un torero cuya existencia parece estar marcada por una búsqueda constante del arte puro, un torero que, como el mismo Bergamín, convierte cada gesto en una reflexión profunda sobre la vida, la muerte y la belleza efímera. A través de las palabras del propio Bergamín, que nos enseñan a leer entre líneas el alma del torero, se revela la esencia de un Morante capaz de transformar cada pase en una obra maestra que va más allá de la técnica: es la expresión del alma humana, la pureza en su máxima forma. Este artículo, pues, pretende ser una reflexión sobre cómo las palabras de Bergamín en su obra El arte de Birlibirloque (o el arte de dar cera a Belmonte, si bien esto será evidentemente obviado para el propósito de este ensayo) sirven de guía para entender la tauromaquia de Morante de la Puebla, una tauromaquia que no solo se ve, sino que se siente, se vive, y sobre todo, se interpreta desde la profundidad del arte.

«Lo que más entusiasma a los públicos, en un arte cualquiera, es tener la impresión de un esfuerzo en quien lo ejecuta, la sensación constante de su visible dificultad: esto les garantiza la seguridad de que pueden aplaudir justamente, premiando el mérito: Pero al espectador inteligente lo que le importa es lo contrario: las dotes naturales extraordinarias, la facilidad, que es estética y no moral; ver realizar lo difícil como si no lo fuera, diestramente con gracia, sin esfuerzo, con naturalidad» (p. 48-49).

     Morante no busca la ostentación del sacrificio, no hace de su faena una demostración de lucha titánica contra la dificultad. Al contrario, su toreo es la encarnación de la gracia espontánea, de la belleza que surge sin aparente esfuerzo. Es un artista que, lejos de imponer su dominio sobre la lidia con rigidez o tensión, la conduce con la suavidad de quien no necesita demostrar nada, porque el arte auténtico no se esfuerza: simplemente es.

    En cada muletazo, en cada verónica mecida con dulzura, Morante parece confirmar las palabras de Bergamín. No hay brusquedad ni rigidez, sino una fluidez que confunde a los menos atentos, porque lo que en otro sería hazaña, en él es una prolongación natural de su ser. Lo que para otros es dificultad, en su muleta se vuelve armonía, como si torear no fuera un combate, sino un lenguaje secreto que él conoce desde siempre. 

    Esta cita no solamente habla bien del torero, también del público que le rodea y que le espera con el mayor ejercicio de paciencia posible, como San Juan de la Cruz en su Noche Oscura del Alma. Bergamín les llama público inteligente. El público inteligente es aquel que entiende, en esencia, lo que es el arte. El arte es. No se fabrica de forma genuina. El arte está ahí siempre. Brota o no. Pero no diría que el arte surge. Más bien brota. Como el que espera brotar el azahar del naranjo, que permanece el resto del tiempo dormido, pero inmutable. 

Morante, tomando café (Foto: Eva Morales)

«La línea curva compromete al dibujante, obligándole a ser expresivo; es decir, a pensar, a ser dibujante, a tener estilo. Y es o no es: no hay trampa posible. El mal dibujante, por el contrario (mal pensador, mal artista, mal torero), se defiende con líneas rectas tangenciales: se sale por ellas engañosamente; no se atreve a comprometerse, y hace trampas morales, trampas con rectitud. La rectitud es siempre moral: nunca artística» (p. 50).

    Coincidí siempre en que esta es una de las reflexiones más bellas que nos regala Bergamín en esta obra. Entendamos que la línea curva, llevada al toreo, ese ese afán de los toreros importantes por trazar el muletazo más allá de la cadera. No se podría decir que Morante lo intenta, pues cuando algo se intenta es porque no se ha aprendido o interiorizado al completo. Morante lo ejecuta, directamente. Y en base a la anterior reflexión, lo ejecuta con la naturalidad de hacer fácil lo díficil. Es muy difícil rematar así un muletazo. Es preciso tener un sentido prodigioso de la colocación, a lo que alude Bergamín cuando se refiere a "salirse por ellas engañosamente, sin atreverse a comprometerse".

    Morante no conoce la trampa. De conocerla, no habría escuchado una bronca jamás en su vida. Sus broncas germinan en el tendido cuando el público, el no inteligente, pretende verlo haciendo trampas. ¿Por qué? Bergamín lo contesta. Porque la rectitud (la trampa) es un triunfo moral. Es un triunfo del tendido, claro. Todos se regocijan, piden orejas y rabos, encuentran simpatía en la ineptitud común que les rodea en el cemento. Pero eso no es una victoria artística. Es una victoria moral. El torero que sólo conoce victorias morales, y no artísticas, es un torero (para mí) poco o nada interesante. El toreo de Morante, por tanto, es la negación de lo moral en el sentido bergaminiano: no busca la seguridad del deber cumplido, sino la belleza de lo imposible. 

Morante. Sin trampas. (Foto: Pagés)

«El peor truco del torero es la valentía; el torero truculento y sensacional de la valentía es un tramposo. El alardear de valor es en el torero un efectismo del peor gusto; y, además, mentira; la prueba más evidente del miedo es un exagerado gesto de valor: para asustarlo [...] La valentía del torero se supone, como un axioma matemático, sin necesidad de demostración. La cogida del torero en la plaza debe ser un accidente desdichado, como la caída de un aviador. Cuando el torero es cogido en la suerte es porque la suerte era mala; doble juego de la verdad. El que las formas del toreo se llamen suertes tiene un doble sentido de admirable significación. La suerte se ejecuta clásicamente (según Montes y Pepe-Illo), esperando el torero al toro, y no yendo a buscarle, torcidamente» (p. 56).

    Qué importante es esto que trata Bergamín: despojar el toreo (cuando digo toreo me refiero al arte de torear, y no al de lidiar con los toros) de cualquier retórica grandilocuente sobre la valentía. El valor no es un mérito que deba exhibirse, sino un axioma, una verdad implícita que no necesita ser demostrada. ¿Se imaginan a Morante, entre los pitones, mirando al tendido para buscar su aprobación? El público inteligente sabe que no hay torero con más valor que Morante. 

    En una época en la que el efectismo de la entrega física ha tomado protagonismo, Morante representa la vuelta a la pureza. No es un torero que imponga su cuerpo para provocar la emoción fácil, sino que se entrega con la inteligencia de quien sabe que el toreo no es cuestión de fuerza ni de temeridad, sino de sensibilidad y temple. La cogida en su caso, como diría Bergamín, no es el resultado de una búsqueda desesperada de la épica, sino un accidente inevitable dentro de la verdad del toreo. Él mismo lo dijo: Se trata de que el toro pase cerca, pero que no te coja. El torero al que no le obsesiona que el toro no le coja, no practica este arte de birlibirloque, donde la tragedia es siempre imposible para el torero. 

    Introduce, también, una interesante definición de lo que todos conocemos como suertes. La suerte lleva consigo un componente de incertidumbre inevitable. Por un lado, suerte es ejecución, acción medida dentro de un arte con reglas precisas. No hay suerte sin forma, sin una estructura clásica que la defina y la enmarque. Como decía Pepe-Hillo, “la suerte debe ejecutarse con arreglo a las reglas”, lo que significa que cada movimiento en la lidia responde a una lógica interna, a un canon transmitido a lo largo de los siglos. En este sentido, hacer bien la suerte es mantenerse fiel a esa estructura, sin atajos ni falsificaciones.

    Pero la suerte es también azar, destino, lo imprevisto que irrumpe en la plaza sin previo aviso. En el ruedo, el torero nunca tiene el control absoluto; siempre hay un margen de incertidumbre, un elemento inasible que convierte cada faena en un acto irrepetible. En este segundo sentido, la suerte no se impone, sino que se asume. El torero que va a buscarla torcidamente, como señala Bergamín, está forzando lo que debe surgir con naturalidad, está tratando de encerrar en la rigidez algo que, por su propia naturaleza, debe permanecer abierto al misterio.

    Morante de la Puebla entiende el concepto de suerte en su doble dimensión: como forma clásica que ha heredado de la tauromaquia eterna y como entrega a lo inesperado, a lo que solo puede surgir en ese instante preciso. No impone la suerte, sino que la deja llegar. No necesita ir a buscar el peligro para arrancar una ovación fácil; en su toreo, la suerte es ese momento donde lo clásico y lo imprevisto se funden en una sola verdad. Así, con cada pase, Morante nos recuerda que la tauromaquia no es solo técnica ni solo azar: es la conjunción de ambas, un equilibrio inestable donde lo humano y lo misterioso se encuentran.

Morante y la incertidumbre (Foto: Pagés)

    Como en el toreo, aquí tampoco vale la prisa. Lo que queda por contar merece su tiempo, su propio ritmo, sin ceder a la inmediatez. Por eso, esta reflexión no termina, solo se aplaza hasta la próxima entrega. Aquí no hay lona que valga.

Lo firma, Tercio de Quites





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